jueves, 12 de abril de 2007

Tengan Fe Hermanos

Miraba las noticias esta mañana, mientras tomaba mi café. Había una nota acerca de un obispo, de una religión difusa ( podría ser pentebautista o metodista-cartesiano) quien, en sus ratos de éxtasis, las emprendía con una lluvia de oro en contra de la concurrencia ( feligresía, que le dicen). El espectáculo era redundante, es decir, espectacular : señoras alzando pepitas de color dorado, asegurando ser portadoras del maná el que, seguramente por intermediación del santo varón que tenía en el estrado, llegaba a sus populares manos. Alaridos de júbilo de la concurrencia completaban el inquietante cuadro.

No sé exactamente porqué, pero cada vez que tengo ante mi hechos como éste – uno siempre tiene algo de qué sorprenderse-, tiendo a ruborizarme del prójimo. No es que crea, como Onetti, que la estupidez humana sea inmortal. Es sólo que, por lo general, goza de buena salud, y siempre se las arregla para ofrendarnos estas joyas.

Y, pasado el proceso de vergüenza ajena, me acuerdo de Jimmy Swaggart , de Rex Humbard, de Warren Sánchez y, porqué no, de los Médicos Apaches del Amazonas. Los dos primeros, perfectamente reconocibles, por la ambigua relación que sostuvieron con el poder en nuestro país en los años 80 ( de lo que se desprende que hubo, aquí, por lo menos, una aplicación quirúrgica de los principios de la contrainteligencia militar) y; por sobre todo, debido al sobreexpuesto y mediático fin de esos personajes : llorando frente a las cámaras y confesando lo inconfesable. Por aquellos años, la figura de Yiye Avila había sido completamente eclipsada por estos dos monstruos de la comunicación de masas, y ya se fraguaba otro santón de proporciones: Miguel Ángel, quien luego devino en Angélica.

Las otras dos imágenes son de ficción, pero para estos efectos da lo mismo. Sánchez es creación de Les Luthiers, y uno puede reírse – en serio- con toda propiedad de las prédicas del profeta del Caribe. El relato de esta performance es delirante y posee aquello que Kundera describía como la risa del Diablo, que es aquella que pone en evidencia la paradoja del reír. Elija usted mismo qué es lo que produce risa.
Y bien, ahora que me acuerdo de los Médicos Apaches del Amazonas, no puedo dejar de recordar al viejo Everaldo y su tozudez en erigir, con sus propias manos, una iglesia universal. Talvez si hubiéramos comprendido la validez de sus fines, hoy conduciríamos nuestros propios Mercedes y la feligresía lloraría y saltaría mientras anunciamos las buenas nuevas.

Y Onetti nos miraría desde el más allá con una sonrisa de satisfacción.

jueves, 29 de marzo de 2007

Bandera 642

A los estimados lectores: debido a que en el último número de una publicación nacional apareció un reportaje acerca del particular, hemos acordado con Solis la aparición de lo escrito por este último en su blog, con ocasión de los emprendimientos que hubo de asumir con el objeto de paliar su inopia. Se trata de la nota denominada " Bandera 642", a la que unirá luego una remembranza acerca de la banda sonora que acompañó esa época.
ESta inclusión la hacemos de pura vanidad, para que no se diga luego que no fuimos los primeros.
Atentamete
Oliveira


- Hubo una época en que, a cierta hora, podías ver gente esperando entrar a ver el show, y eso que habían como diez locales en el edificio. Era una locura. Entrábamos a trabajar a las 11de la mañana y no veíamos la luz del sol hasta el otro día. Ni te imaginas la plata que ganábamos….

Las palabras son de Marión ( 41), antigua bailarina del Café “ Unicornio”, uno de los locales más recordados de la efervescente y sórdida época de gloria de los llamados “ cafés Topless”, y que tuvo como centro neurálgico un fallido “caracol” en el ya entonces deteriorado sector norte de la calle Bandera.

Toda esta historia tiene su contexto en uno de las momentos más agitados la de década de los ochenta y, si se mira desde la perspectiva del tiempo, no puede explicarse. O talvez si.

En medio de la consolidación de una dictadura que estrenaba su propia constitución ( así, con minúscula); que intentaba encarnar valores superiores y que pretendía sacar al país de su condición provinciana, surgía tímidamente una manifestación bizarra de cosmopolitismo, compuesta por la instalación -en el centro de la ciudad primero, y luego extendida hasta el suburbio más alejado- de minúsculos lugares en donde los ciudadanos acudían a beberse un café mientras una chica ligera de ropas atendía a los parroquianos mientras ejecutaba algunos pasos de baile. “ La primera vez que fui a un café topless fue como a mediados del 81, a un pequeño local de la calle san Antonio. No era nada del otro mundo, y el café era pasable. Las chicas bailaban un par de canciones y se sacaban el sostén, eso era todo” , nos cuenta Alex (54) , ex empleado bancario.
Y eso es completamente cierto, pues en los inicios de esta verdadera fiebre erótica tan particularmente chilena ( es decir, plagada de hipocresía), el “arte” de las chicas consistía en semidesnudarse y sonreír mientras un grupo de adultos de diversos pelajes observaban con timidez el espectáculo y bebían una infusión de dudoso gusto. A veces, la oferta se extendía bebidas gaseosas
“ Si eras atractiva , los señores te pedían que mostraras algo más, pero eso quedaba entregado a tu decisión. En esa época no me desnudaba completa. Después… era obligatorio..” nos refiere Anita ( 44), pionera en el rubro.
Algo ocurrió en el camino que hizo que este negocio prendiera y se extendiera hasta los últimos confines de una ciudad que comenzaba a manifestar los primeros síntomas del hastío y la rebelión anti militar.

En dos años, los topless se multiplicaron como plaga bíblica y no había barrio, por marginal que fuera, que no contara con un saloncito de espectáculos en donde una chica – esta vez un poco menos atractiva- se desprendiera de sus ropas y ejecutara una danza que podría ser erótica dependiendo de los ojos que la miraran: “Llegué a bailar en un café en la calle Salvador Gutiérrez. Apenas había un lugar para vestirse y un baño asqueroso. Allí me obligaban a bajar del escenario y toquetear a los clientes. Casi siempre habían peleas y uno tenía que esconderse en el camarín hasta que se calmaban o llegaban los pacos” (Rosa María, 52).

Con la llegada de la crisis del 83, el proceso de expansión geográfica de los “cafés espectáculo” ( que así era su nombre legal) se detuvo. Sin embargo, la misma crisis provocó la tugurización de cierto tipo de construcción de orden comercial, que por esos años había hecho furor en el centro de Santiago: los caracoles, verdaderas torres de babel de la compraventa, habían caído en desgracia y comenzaban a despoblarse tanto de locales en servicio como de visitantes. Este fenómeno fue particularmente propicio para que, meses después, esos centros comerciales fueran ocupados por otras hordas de comerciantes de giros menos glamorosos, como peluquerías, llamados “Salones de Belleza”; joyerías de mala muerte y, como no, cafés topless. “Pasé tres años, desde el 83 al 85 trabajando en caracoles. Primero el de Merced, después en Santo Domingo y terminé en el Fiebre, en Bandera. Cuando llegué allí, ya era profesional y me pagaban muy bien ...” ( Marión) .

Allí, en Bandera 642, se alzaba un caracol que tuvo desde un inicio, pésima muerte. Poco a poco fue llenándose de estos locales, hasta llegar a tener, por lo menos, 10. Sus nombres incitaban el morbo del transeúnte ( Fiebre, Éxtasis, etc.) y, si ello no era posible, una manada de “promotores”, susurraban a cuanto hombre pasara por allí las maravillas que podría observar si decidiera pasar el umbral. La oferta era tentadora y su precio, módico. “Comencé a ir a Bandera como el año 84, pero ya me había conocido casi todos los del centro, e incluso los de cerca la Estación Central. Ya en esos años la mano venía hardcore. Las chicas ya no sólo bailaban en el escenario. Bajaban y ofrecían algo más por el valor de una bebida ( a esas alturas, del café sólo quedaba el nombre). Normalmente en unos cinco minutos debías ser capaz de tocar todo lo que pudieras, siempre y cuando la chica lo permitiera. Me quedaba tardes enteras viendo y tocando; y salía hirviendo…” ( Jorge, Abogado, 40).
Fueron los años dorados de Bandera 642. Mientras por las calles del centro, muchos jóvenes gestaban batallas campales con las fuerzas del orden, a unas pocas cuadras, otros jóvenes (o talvez los mismos) se solazaban observando los contoneos de las damas. El ambiente, literalmente, hervía. Poco a poco se fueron perdiendo algunos pudores, y los deseos de obtener mayores ganancias le fueron ganando, incluso a las dimensiones de los locales: “ Una tarde, tenía a ambos lados a dos chicas que cogían con dos tipos que jamás había visto. Si miraba hacia los costados podía ver perfectamente unos close ups verdaderamente sorprendentes…” ( Aliro, fotógrafo, 45).
Ese aumento del desenfado fue precisamente una de las causas del decaimiento que experimentó aquel monumento al erotismo santiaguino que fue Bandera 642. Hacia 1987 se hacía evidente la lupanarización a la que habían llegado estos recintos. No faltaron los muertos, por exceso de energías ( y talvez de drogas) y los escándalos propios de las chicas, ya virtualmente asiladas; los reclamos de los vecinos y las páginas en los periódicos, sobre todo los tradicionales que, autolimitados en publicar miserias aún mayores ( ya saben ustedes de que hablamos), hicieron escarnio público de estos antros. Las autoridades, timoratas de cerrar, talvez, una de las pocas válvulas de escape de esos tiempos, fueron tomando con calma la situación, optando por soluciones muy acordes a nuestra idiosincrasia: clausuras por no emitir boletas; cierres por no contar con medidas sanitarias adecuadas; multas por emisión de ruidos molestos, en fin el aparato estatal funcionando funcionalmente. Muerte por asfixia. El principio del fin
Bandera 642 murió, o más bien: el espíritu de Bandera 642 mutó. Se transformó en “Salones de Masajes”, en “Cafés con Pierna”, otro invento tan típicamente chileno. Bandera 642 dejó de existir también con la llegada de la democracia, con la irrupción de la televisión por cable, con la aparición de los sex shops y la desaparición de la censura cinematográfica. Todavía sobrevive uno que otro café espectáculo, algunos, todavía aferrados a la escasa iluminación de los caracoles, pero ya, claramente, viviendo a contrapelo de la modernidad que los abruma. “ Hace unos dos años atrás entré ,luego de mucho tiempo, a un topless. Era el mismo ambiente, la misma sordidez, las mismas chicas medio rollizas. Salí a los quince minutos. No podía soportar mucho más tiempo el olor a perfume barato y las canciones de Paloma San Basilio….”. ( Fernando, 44).
Porque si algo les quedó grabado a esos veinteañeros de los años 80 de la época de gloria de Bandera 642, fue la banda sonora que acompañó sus erecciones vespertinas. Y eso, queridos amigos, es otra historia.

lunes, 26 de marzo de 2007

Veo Cosas

Hubo una época en que me las di de cinéfilo. Entraba en las escasas salas que en ese entonces habían ( a inicios de los 90 la industria era precaria y cada tanto un viejo cine se convertía en bodega, iglesia protestante o daba cabida a un nuevo edificio) y me tragaba lo que viniera, fuera esto una joyita o un bodrio de proporciones. Me suscribí a la única revista del género que existió y era cliente frecuente de cuanto ciclo, retrospectiva o muestra que hubiera: el Centro de Extensión, la sala Isidora Zegers o el viejo y querido Normandie eran mis lugares de encuentro. Las razones para adscribirme a esa fauna eran más que atendibles: me había quedado intempestivamente soltero y, para serles franco, la liebre no saltaba ni de chiste. El cine era entonces la excusa para completar mis horas y para ver si, en una de esas, una chica con cara de intelectual se venía corriendo a mis brazos.
Antes de esa época ya contaba con un arsenal de películas ya vistas, no todas muy profundas que digamos, pero al menos sabía distinguir la diferencia entre las glándulas mamarias de la Ornella Muti y las de la Jane Fonda: las de esta última eran menos generosas pero ganaban Oscares.
Y así fue nomás que me convertí en un consumidor de “ buen cine”, que le dicen los entendidos. No fue mala elección. Después de todo me sirvió para conversar ( al menos) con alguna de esas chicas de lentes de marco negro y rostro de meditación fílmica: que si el plano era el adecuado, que el picado y contrapicado, que esta escena le faltó travelling, que el ciudadano Kane, que Tarkovski....
Uf! Tarkovski. Si un día de estos a ustedes les ofrecen, gratis, asistir a un ciclo de este autor, argumenten de inmediato una gripe fulminante o un viaje a Turkistán occidental. Ver “El Sacrificio” está definido por el título; y “La Zona” fue para mi la zona del ronquido. En todo caso no fui el único, al encender las luces del cine, pude apreciar a varios que se secaban la baba de la boca, y no era por admiración. Sospecho eso si, que varios lectores mirarán al cielo y pedirán por mi alma pecadora cuando lean estas líneas. Lo siento: prefiero las primeras cintas de Brian de Plama a los clásicos del cine ruso; me conmueve más Érase una vez en América que Los Cuatrocientos Golpes y debo reconocer que, a pesar de las implacables críticas, la escena final de El Padrino 3 ( esa en la que Al Pacino grita sin voz) me pone los pelos de punta cada vez que la veo. Cuestiones de piel.
Con el tiempo, la pasión del cine me fue dejando, sobre todo porque no había reparado en uno de los requerimientos mínimos de las chicas cinéfilas: solicitan chico con auto. Error fatal. Sin embargo me quedaron las horas y horas de celuloide en el seso y algunas películas inolvidables.
Un detalle. Años después, cuando intentaba conquistar a otra chica, se me ocurrió invitarla al cine. Como aún palpitaba en mis neuronas la resaca fílmica, la llevé a ver una de Kurosawa. Mientras yo me extasiaba con las imágenes, la víctima yacía somnolienta al lado mío. Es que ella no era una chica tan moderna. Y yo, al parecer, había envejecido un tanto.
By Oliveira

martes, 6 de marzo de 2007

ALFOMBRAS

Es cierto, en ustedes no hay culpa, talvez algo de torpeza. Somos rápidos, pero no tanto como vuestras máquinas.
Lo intentamos día tras día, con una esperanza animal, esa de llegar al otro lado, de saber qué es lo que no vemos desde esta vereda.
Por eso en ustedes no hay culpa. Hay tantas calles que cruzar en esta ciudad y tantos autos que escabullir y no siempre podemos lograrlo. Y entonces nos quedamos en el medio, despaturrados, muertos, anónimos.
Y después de un tiempo, cuando ya estamos secos y adheridos al pavimento, los insensibles nos llamarán alfombras.
By Oliveira

miércoles, 21 de febrero de 2007

Cerrar los ojos


Quiso pasar desapercibido del cantor que desafinaba una de los Iracundos y juntó los párpados, simulando estar dormido , pero el sueño le venció.
Soñó que era una máquina amarilla gigantesca y hambrienta. Engullía vendedores, mendigos, gente común, señoras con guagua, escolares.
No se despertó cuando la puerta se abrió y por ella pasó un tipo tragado por las ruedas traseras. Después de todo, el cantor ya se había bajado y era más agradable soñar que se iba quedando todo a oscuras, muy lentamente, y le pareció que ahora era una micro grande y amarilla que mete primera.
By Oliveira pre-Transantiago

jueves, 1 de febrero de 2007

De paseo con Adriana

De no ser por su maldito humor, sería perfectamente posible establecer una amistad con Solis. Por el momento, nos hemos contentado con un pacto de no agresión, con algunas risas incluidas, que ha redituado, hasta el momento, nada despreciables ingresos por el emprendimiento para-literario al que nos vemos enfrentados. Él, escribiendo artículos, crónicas y notas por encargo y yo, tomando los sobrantes de dichas tareas ( horóscopos, viñetas, críticas minúsculas a películas). Divertido y fácil mientras no se arrime el pelmazo de Bernales que llena de palabras todo lo que le falta de clase, que es mucho, almost everything.

Tan productivo ha sido todo esto que, ganándome la confianza de Adriana, maternal pero dura, fui condecorado con una invitación a pasar las vacaciones junto a ellos, oferta que no incluía mis gastos, por cierto. Dado que contaba con algunos pesos producto de mis ímpetus en la escritura ( El mes de Enero sería de pura gloria para los Acuario según mi horóscopo, demasiada, según el editor de la revista); y que por lo demás deseo estar lo más lejos posible de este puerto de ciegos y degustadores de unos dudosos “mariscales”, acepté la invitación sin condiciones y me largué junto a ellos por quince tranquilos días hacia otro lugar con mar, pero más decoroso.

Debo admitir que hacía mucho tiempo que no contaba con un período de vacaciones. Según mi opinión, no lo necesito ni lo merezco: a veces mis actividades son tan escasas que dificulto la presencia de agotamiento en mi organismo. Sin embargo, la sola incitación a abandonar este lugar me produce un vértigo difícil de explicar. Por eso no lo explico.

Nos instalamos en un caserón frente a la costa con una hermosa vista, arrendado por el mismísimo Solis, quien se ha granjeado nuevamente cierta confianza con Adriana, luego de pagar las cuotas quince y dieciséis del auto. Sospecho que ella ya no le niega favores. Digo, es una sospecha, pues por una parte me jacto de mi discreción, y por otra porque mi emplazamiento en dicho caserón se encontraba en un pequeño departamento adosado al caserón, bastante confortable y tremendamente independiente. Doble discreción.

Pasamos quince días de descanso, propios de los relajos de seres de más de cuarenta años sin hijos, es decir, mucho dormir, mucho leer y algo de beber y jugar a las cartas. Caminatas, hice pocas: me bastaba con mirar el mar desde el balcón mientras calentaba con mis manos un gélido pisco sour. Solís terminaba de leer el último tomo de las memorias de Bryce, facilitado por su amigo Gárate mascullando al final que ya no valía la pena leer más del peruano: “ está envejeciendo con poco decoro Oliveira, talvez se está permitiendo lujos que antes hubieran sido imperdonables”. Yo por mi parte, encontré en una exigua biblioteca del caserón un texto digno del robo: las obras casi completas de Carlos León, imperdibles según los entendidos. Disfrute a medias, esperaba más, aunque hay que conceder que dichas obras fueron escritas hace medio siglo y no contienen el vértigo de estos tiempos. Habrá que ver como se lee a Bolaño en el 2050. Adriana optó por la levedad de las lecturas veraniegas y se enfrascó en un texto de Isabel Allende y en otro de Coelho. Eso explica porqué ella tiene trabajo estable y nosotros no.

Sólo un tema nos mantuvo ( a Solis y a mi) preocupados: la falta de entregas en nuestro blog. Sin embargo cuando lo revisamos en un cibercafé y vimos que nadie notó nuestra ausencia, nos tranquilizamos. Por la noche nos emborrachamos con ron, furiosamente. Llegamos a la conclusión que le importamos a poca gente, sino a ninguna gente, pero esa idea, seguro, fue fruto del alcohol. Al día siguiente volvimos a nuestros puestos en el balcón, Solis con un libro acerca del cambio cultural en Chile y yo, con una novela juvenil de Gaarder que abandoné en la página 41.

Pasamos, como decía, quince días de absoluto descanso y, sin asomo alguno de arrepentimiento hemos vuelto cada uno a lo suyo. Hoy, tostadito, sonriente y con algo más de ánimo he vuelto a mis asuntos, cada día más convencido que, cuanto antes, debo reconvertirme en habitante de este puerto de ciegos, antes que muera de inanición.

Hoy, por ejemplo, he degustado un rico mariscal en un infecto puesto de pescados y, hasta ahora no he muerto de diarrea.

Por algo se empieza.

sábado, 13 de enero de 2007

LA NUEVA CULTURA DEL CONSUMO NO SE SUBE A LA MICRO

Reconstruyendo en mi mala memoria la primera imagen que pudiera tener de un vendedor ambulante subiendo a carreras a una micro, debo hacer el recorrido ( mental) más o menos hacia el año 1974 o 75. Una destartalada Ovalle Negrete ( aquellas de los asientos con tapizado plástico verde oscuro, con relieve en espirales o círculos concéntricos, que tantos recuerdos le traen a mi amigo Eugenio Gárate) enfilaba por la estación Mapocho hacia Bandera ( que en ese entonces subía hacia el Sur) y un muchacho se encaramaba para ofrecer unos “Manicero” a 100 ( escudos). La golosina en cuestión era una endiablada versión minúscula de turrón, que tenía la temible desventaja de adherirse sin remedio a los dientes, de corriente por todo lo que restaba del viaje, cuestión que me hacía evitarlos con energía: prefería los Candy, menos invasivos y más dúctiles a la hora de la disolución.
De aquella imagen reproducida van fáciles 30 años y mucha agua ha pasado por nuestros puentes. En los de nuestras vidas y en los de la ciudad. Y sin embargo, a pesar del tiempo y del feroz cambio cultural que experimentamos en la década de los noventa, los ambulantes de la locomoción colectiva siguen vivos y coleando con mucha más energía, aunque, claramente descolocados ante la arremetida de una promesa de irreversible modernidad, vía Transantiago. De este fenómeno no dan cuenta los informes de desarrollo humano, básicamente porque es considerado esencialmente como un hecho económico más que social.
En efecto, la aparición de sectores informales de la economía tiene su origen en las crisis que enfrentan éstas. Si la irrupción de los ambulantes de las micros es consecuencia de la crisis de la segunda mitad de los 70, el de los ambulantes de las calles lo son de las sucesivas crisis de los 80, 90 y principios de este siglo, que trasladan a la mano de obra menos calificada desde el sector formal, directa y literalmente a la calle. No obstante, este proceso de “reconversión laboral”, genera efectos sociológicos -si se quiere- hacia adentro y hacia fuera.
Hacia dentro, pues el colectivo humano que se adscribe a esta forma de trabajo , va estableciendo una particular manera de interactuar entre sus “iguales” y con la gente, produciendo, a mi juicio, una verdadera subcultura; y hacia fuera, por cuanto la ciudad y sus habitantes también hacen la percepción que este grupo humano constituye un grupo, que tiene sus particulares códigos, y se comporta frente a ellos de formas específicas a consecuencia de esta constatación.
Pues bien, el tema de esta columna no es exactamente la derivada sociológica en la existencia del comercio en la locomoción colectiva, sino más bien la sobrevivencia de esta forma de vida en medio de un cambio en las costumbres de los ciudadanos en los últimos 15 años. El fenómeno es particularmente paradójico en relación con la adquisición de modelos de consumo y comportamiento frente a éste. Así como se ha creado una cultura de consumo, se ha ido desarrollando paulatinamente una mayor conciencia de los derechos de los consumidores, manifestada por la creciente aparición de grupos organizados de defensa de derechos en éste área.

Este proceso de cambio, paradojalmente, no se sube a la micro con nosotros. Arriba de ella nos convertimos en los mismos ciudadanos de hace 20 años. Sumisos frente al anacrónico sistema de locomoción, aceptando subirnos en segunda fila, casi siempre soportando la agria cara del conductor; y, por sobre todo, recibiendo estoicamente la artillería de promociones, ventas por cuenta del importador, y toda clase de ofertas de golosinas, helados y otras chucherías que nos prometen un viaje con algo que echarle a nuestro abdomen o que guardar en los bolsillos. Tal vez si algunos productos que nos ofrecen son los mismos que compramos en el supermercado, talvez si, al menos, el helado que nos venden ya no se nos escurre en cuanto lo tomamos ( hay que esperar a abrir en envase sellado), talvez el destornillador que adquirimos nos sirva para dos tornillos. Pero la esencia es la misma, exactamente la misma de aquellos tiempos en que el turrón se nos pegaba a las muelas sin remedio.
En un país que intenta modernizarse, que adquiere patrones culturales diversos y que pretende erigirse como ejemplo de la nueva economía, que enarbola las banderas de la nueva cultura del consumo, definitivamente la modernidad no tiene pasaje en la micro.

By Solis.