jueves, 29 de marzo de 2007

Bandera 642

A los estimados lectores: debido a que en el último número de una publicación nacional apareció un reportaje acerca del particular, hemos acordado con Solis la aparición de lo escrito por este último en su blog, con ocasión de los emprendimientos que hubo de asumir con el objeto de paliar su inopia. Se trata de la nota denominada " Bandera 642", a la que unirá luego una remembranza acerca de la banda sonora que acompañó esa época.
ESta inclusión la hacemos de pura vanidad, para que no se diga luego que no fuimos los primeros.
Atentamete
Oliveira


- Hubo una época en que, a cierta hora, podías ver gente esperando entrar a ver el show, y eso que habían como diez locales en el edificio. Era una locura. Entrábamos a trabajar a las 11de la mañana y no veíamos la luz del sol hasta el otro día. Ni te imaginas la plata que ganábamos….

Las palabras son de Marión ( 41), antigua bailarina del Café “ Unicornio”, uno de los locales más recordados de la efervescente y sórdida época de gloria de los llamados “ cafés Topless”, y que tuvo como centro neurálgico un fallido “caracol” en el ya entonces deteriorado sector norte de la calle Bandera.

Toda esta historia tiene su contexto en uno de las momentos más agitados la de década de los ochenta y, si se mira desde la perspectiva del tiempo, no puede explicarse. O talvez si.

En medio de la consolidación de una dictadura que estrenaba su propia constitución ( así, con minúscula); que intentaba encarnar valores superiores y que pretendía sacar al país de su condición provinciana, surgía tímidamente una manifestación bizarra de cosmopolitismo, compuesta por la instalación -en el centro de la ciudad primero, y luego extendida hasta el suburbio más alejado- de minúsculos lugares en donde los ciudadanos acudían a beberse un café mientras una chica ligera de ropas atendía a los parroquianos mientras ejecutaba algunos pasos de baile. “ La primera vez que fui a un café topless fue como a mediados del 81, a un pequeño local de la calle san Antonio. No era nada del otro mundo, y el café era pasable. Las chicas bailaban un par de canciones y se sacaban el sostén, eso era todo” , nos cuenta Alex (54) , ex empleado bancario.
Y eso es completamente cierto, pues en los inicios de esta verdadera fiebre erótica tan particularmente chilena ( es decir, plagada de hipocresía), el “arte” de las chicas consistía en semidesnudarse y sonreír mientras un grupo de adultos de diversos pelajes observaban con timidez el espectáculo y bebían una infusión de dudoso gusto. A veces, la oferta se extendía bebidas gaseosas
“ Si eras atractiva , los señores te pedían que mostraras algo más, pero eso quedaba entregado a tu decisión. En esa época no me desnudaba completa. Después… era obligatorio..” nos refiere Anita ( 44), pionera en el rubro.
Algo ocurrió en el camino que hizo que este negocio prendiera y se extendiera hasta los últimos confines de una ciudad que comenzaba a manifestar los primeros síntomas del hastío y la rebelión anti militar.

En dos años, los topless se multiplicaron como plaga bíblica y no había barrio, por marginal que fuera, que no contara con un saloncito de espectáculos en donde una chica – esta vez un poco menos atractiva- se desprendiera de sus ropas y ejecutara una danza que podría ser erótica dependiendo de los ojos que la miraran: “Llegué a bailar en un café en la calle Salvador Gutiérrez. Apenas había un lugar para vestirse y un baño asqueroso. Allí me obligaban a bajar del escenario y toquetear a los clientes. Casi siempre habían peleas y uno tenía que esconderse en el camarín hasta que se calmaban o llegaban los pacos” (Rosa María, 52).

Con la llegada de la crisis del 83, el proceso de expansión geográfica de los “cafés espectáculo” ( que así era su nombre legal) se detuvo. Sin embargo, la misma crisis provocó la tugurización de cierto tipo de construcción de orden comercial, que por esos años había hecho furor en el centro de Santiago: los caracoles, verdaderas torres de babel de la compraventa, habían caído en desgracia y comenzaban a despoblarse tanto de locales en servicio como de visitantes. Este fenómeno fue particularmente propicio para que, meses después, esos centros comerciales fueran ocupados por otras hordas de comerciantes de giros menos glamorosos, como peluquerías, llamados “Salones de Belleza”; joyerías de mala muerte y, como no, cafés topless. “Pasé tres años, desde el 83 al 85 trabajando en caracoles. Primero el de Merced, después en Santo Domingo y terminé en el Fiebre, en Bandera. Cuando llegué allí, ya era profesional y me pagaban muy bien ...” ( Marión) .

Allí, en Bandera 642, se alzaba un caracol que tuvo desde un inicio, pésima muerte. Poco a poco fue llenándose de estos locales, hasta llegar a tener, por lo menos, 10. Sus nombres incitaban el morbo del transeúnte ( Fiebre, Éxtasis, etc.) y, si ello no era posible, una manada de “promotores”, susurraban a cuanto hombre pasara por allí las maravillas que podría observar si decidiera pasar el umbral. La oferta era tentadora y su precio, módico. “Comencé a ir a Bandera como el año 84, pero ya me había conocido casi todos los del centro, e incluso los de cerca la Estación Central. Ya en esos años la mano venía hardcore. Las chicas ya no sólo bailaban en el escenario. Bajaban y ofrecían algo más por el valor de una bebida ( a esas alturas, del café sólo quedaba el nombre). Normalmente en unos cinco minutos debías ser capaz de tocar todo lo que pudieras, siempre y cuando la chica lo permitiera. Me quedaba tardes enteras viendo y tocando; y salía hirviendo…” ( Jorge, Abogado, 40).
Fueron los años dorados de Bandera 642. Mientras por las calles del centro, muchos jóvenes gestaban batallas campales con las fuerzas del orden, a unas pocas cuadras, otros jóvenes (o talvez los mismos) se solazaban observando los contoneos de las damas. El ambiente, literalmente, hervía. Poco a poco se fueron perdiendo algunos pudores, y los deseos de obtener mayores ganancias le fueron ganando, incluso a las dimensiones de los locales: “ Una tarde, tenía a ambos lados a dos chicas que cogían con dos tipos que jamás había visto. Si miraba hacia los costados podía ver perfectamente unos close ups verdaderamente sorprendentes…” ( Aliro, fotógrafo, 45).
Ese aumento del desenfado fue precisamente una de las causas del decaimiento que experimentó aquel monumento al erotismo santiaguino que fue Bandera 642. Hacia 1987 se hacía evidente la lupanarización a la que habían llegado estos recintos. No faltaron los muertos, por exceso de energías ( y talvez de drogas) y los escándalos propios de las chicas, ya virtualmente asiladas; los reclamos de los vecinos y las páginas en los periódicos, sobre todo los tradicionales que, autolimitados en publicar miserias aún mayores ( ya saben ustedes de que hablamos), hicieron escarnio público de estos antros. Las autoridades, timoratas de cerrar, talvez, una de las pocas válvulas de escape de esos tiempos, fueron tomando con calma la situación, optando por soluciones muy acordes a nuestra idiosincrasia: clausuras por no emitir boletas; cierres por no contar con medidas sanitarias adecuadas; multas por emisión de ruidos molestos, en fin el aparato estatal funcionando funcionalmente. Muerte por asfixia. El principio del fin
Bandera 642 murió, o más bien: el espíritu de Bandera 642 mutó. Se transformó en “Salones de Masajes”, en “Cafés con Pierna”, otro invento tan típicamente chileno. Bandera 642 dejó de existir también con la llegada de la democracia, con la irrupción de la televisión por cable, con la aparición de los sex shops y la desaparición de la censura cinematográfica. Todavía sobrevive uno que otro café espectáculo, algunos, todavía aferrados a la escasa iluminación de los caracoles, pero ya, claramente, viviendo a contrapelo de la modernidad que los abruma. “ Hace unos dos años atrás entré ,luego de mucho tiempo, a un topless. Era el mismo ambiente, la misma sordidez, las mismas chicas medio rollizas. Salí a los quince minutos. No podía soportar mucho más tiempo el olor a perfume barato y las canciones de Paloma San Basilio….”. ( Fernando, 44).
Porque si algo les quedó grabado a esos veinteañeros de los años 80 de la época de gloria de Bandera 642, fue la banda sonora que acompañó sus erecciones vespertinas. Y eso, queridos amigos, es otra historia.

lunes, 26 de marzo de 2007

Veo Cosas

Hubo una época en que me las di de cinéfilo. Entraba en las escasas salas que en ese entonces habían ( a inicios de los 90 la industria era precaria y cada tanto un viejo cine se convertía en bodega, iglesia protestante o daba cabida a un nuevo edificio) y me tragaba lo que viniera, fuera esto una joyita o un bodrio de proporciones. Me suscribí a la única revista del género que existió y era cliente frecuente de cuanto ciclo, retrospectiva o muestra que hubiera: el Centro de Extensión, la sala Isidora Zegers o el viejo y querido Normandie eran mis lugares de encuentro. Las razones para adscribirme a esa fauna eran más que atendibles: me había quedado intempestivamente soltero y, para serles franco, la liebre no saltaba ni de chiste. El cine era entonces la excusa para completar mis horas y para ver si, en una de esas, una chica con cara de intelectual se venía corriendo a mis brazos.
Antes de esa época ya contaba con un arsenal de películas ya vistas, no todas muy profundas que digamos, pero al menos sabía distinguir la diferencia entre las glándulas mamarias de la Ornella Muti y las de la Jane Fonda: las de esta última eran menos generosas pero ganaban Oscares.
Y así fue nomás que me convertí en un consumidor de “ buen cine”, que le dicen los entendidos. No fue mala elección. Después de todo me sirvió para conversar ( al menos) con alguna de esas chicas de lentes de marco negro y rostro de meditación fílmica: que si el plano era el adecuado, que el picado y contrapicado, que esta escena le faltó travelling, que el ciudadano Kane, que Tarkovski....
Uf! Tarkovski. Si un día de estos a ustedes les ofrecen, gratis, asistir a un ciclo de este autor, argumenten de inmediato una gripe fulminante o un viaje a Turkistán occidental. Ver “El Sacrificio” está definido por el título; y “La Zona” fue para mi la zona del ronquido. En todo caso no fui el único, al encender las luces del cine, pude apreciar a varios que se secaban la baba de la boca, y no era por admiración. Sospecho eso si, que varios lectores mirarán al cielo y pedirán por mi alma pecadora cuando lean estas líneas. Lo siento: prefiero las primeras cintas de Brian de Plama a los clásicos del cine ruso; me conmueve más Érase una vez en América que Los Cuatrocientos Golpes y debo reconocer que, a pesar de las implacables críticas, la escena final de El Padrino 3 ( esa en la que Al Pacino grita sin voz) me pone los pelos de punta cada vez que la veo. Cuestiones de piel.
Con el tiempo, la pasión del cine me fue dejando, sobre todo porque no había reparado en uno de los requerimientos mínimos de las chicas cinéfilas: solicitan chico con auto. Error fatal. Sin embargo me quedaron las horas y horas de celuloide en el seso y algunas películas inolvidables.
Un detalle. Años después, cuando intentaba conquistar a otra chica, se me ocurrió invitarla al cine. Como aún palpitaba en mis neuronas la resaca fílmica, la llevé a ver una de Kurosawa. Mientras yo me extasiaba con las imágenes, la víctima yacía somnolienta al lado mío. Es que ella no era una chica tan moderna. Y yo, al parecer, había envejecido un tanto.
By Oliveira

martes, 6 de marzo de 2007

ALFOMBRAS

Es cierto, en ustedes no hay culpa, talvez algo de torpeza. Somos rápidos, pero no tanto como vuestras máquinas.
Lo intentamos día tras día, con una esperanza animal, esa de llegar al otro lado, de saber qué es lo que no vemos desde esta vereda.
Por eso en ustedes no hay culpa. Hay tantas calles que cruzar en esta ciudad y tantos autos que escabullir y no siempre podemos lograrlo. Y entonces nos quedamos en el medio, despaturrados, muertos, anónimos.
Y después de un tiempo, cuando ya estamos secos y adheridos al pavimento, los insensibles nos llamarán alfombras.
By Oliveira