lunes, 26 de marzo de 2007

Veo Cosas

Hubo una época en que me las di de cinéfilo. Entraba en las escasas salas que en ese entonces habían ( a inicios de los 90 la industria era precaria y cada tanto un viejo cine se convertía en bodega, iglesia protestante o daba cabida a un nuevo edificio) y me tragaba lo que viniera, fuera esto una joyita o un bodrio de proporciones. Me suscribí a la única revista del género que existió y era cliente frecuente de cuanto ciclo, retrospectiva o muestra que hubiera: el Centro de Extensión, la sala Isidora Zegers o el viejo y querido Normandie eran mis lugares de encuentro. Las razones para adscribirme a esa fauna eran más que atendibles: me había quedado intempestivamente soltero y, para serles franco, la liebre no saltaba ni de chiste. El cine era entonces la excusa para completar mis horas y para ver si, en una de esas, una chica con cara de intelectual se venía corriendo a mis brazos.
Antes de esa época ya contaba con un arsenal de películas ya vistas, no todas muy profundas que digamos, pero al menos sabía distinguir la diferencia entre las glándulas mamarias de la Ornella Muti y las de la Jane Fonda: las de esta última eran menos generosas pero ganaban Oscares.
Y así fue nomás que me convertí en un consumidor de “ buen cine”, que le dicen los entendidos. No fue mala elección. Después de todo me sirvió para conversar ( al menos) con alguna de esas chicas de lentes de marco negro y rostro de meditación fílmica: que si el plano era el adecuado, que el picado y contrapicado, que esta escena le faltó travelling, que el ciudadano Kane, que Tarkovski....
Uf! Tarkovski. Si un día de estos a ustedes les ofrecen, gratis, asistir a un ciclo de este autor, argumenten de inmediato una gripe fulminante o un viaje a Turkistán occidental. Ver “El Sacrificio” está definido por el título; y “La Zona” fue para mi la zona del ronquido. En todo caso no fui el único, al encender las luces del cine, pude apreciar a varios que se secaban la baba de la boca, y no era por admiración. Sospecho eso si, que varios lectores mirarán al cielo y pedirán por mi alma pecadora cuando lean estas líneas. Lo siento: prefiero las primeras cintas de Brian de Plama a los clásicos del cine ruso; me conmueve más Érase una vez en América que Los Cuatrocientos Golpes y debo reconocer que, a pesar de las implacables críticas, la escena final de El Padrino 3 ( esa en la que Al Pacino grita sin voz) me pone los pelos de punta cada vez que la veo. Cuestiones de piel.
Con el tiempo, la pasión del cine me fue dejando, sobre todo porque no había reparado en uno de los requerimientos mínimos de las chicas cinéfilas: solicitan chico con auto. Error fatal. Sin embargo me quedaron las horas y horas de celuloide en el seso y algunas películas inolvidables.
Un detalle. Años después, cuando intentaba conquistar a otra chica, se me ocurrió invitarla al cine. Como aún palpitaba en mis neuronas la resaca fílmica, la llevé a ver una de Kurosawa. Mientras yo me extasiaba con las imágenes, la víctima yacía somnolienta al lado mío. Es que ella no era una chica tan moderna. Y yo, al parecer, había envejecido un tanto.
By Oliveira

2 comentarios:

Eleuterio Gálvez, el cónsul temerario dijo...

Dilecto amigo:
En época en que existía una sola dirección hacia donde arrancar, frecuenté también el Normandie. Y bebí también de algún clásico ruso; recuerdo haber visto "El Acorazado Potemkin". Hágase esa. No era malo el Normandie; era casi ilegal. Había mucho tiempo aunque no tanto dinero y no era pecado andar a pie: ¿recuerda Ud. que el Metro era cómodo y limpio?
Bueno, eran otros tiempos.
Lo saluda su amigo,
Eleuterio.

Albornoz & Bórquez dijo...

Recuerda Usted mi dilecto y reaparecido Cónsul que hacia la medianoche se exhibían algunos filmes que no se atrevían a mostrar de de día?.
Ver "El corazado Potemkin" es una experiencia, en términos simples, muy similara ver la antigua versión de "Nosferatu".
Y si, mi querido amigo, extraño a morir la época en que el Metro era amigable. Ayer estuvimos de paseo por Santiago y tuvimos que padecer la odisea del transporte. Sin ir mas lejos, Solis hubo de viajar, en horario punta, en el subterráneo, entre las estaciones Egaña y Central. Dice que hiperconfraternizó con el prójimo. En todo caso, en su talante se podía atisbar un dejo de terror aún llegando al puerto.
No hay salud!!!